Uno de los mitos que suelen tejerse en torno a los ratios que se utilizan en el análisis de los estados financieros es que los resultados, a los que nos llevan dichos indicadores, son objetivos y que representan una verdad indiscutible, esto es una inmensa falacia. El hecho que un cálculo sea objetivo no significa que lo anteriormente expuesto sea cierto ni mucho menos que sea irrebatible. Asimismo, una de las áreas donde más errores solemos cometer al analizar e interpretar la situación financiera de una empresa es el referido a la liquidez.
Todos estamos de acuerdo en definir liquidez como la capacidad de pago que tiene una empresa en el corto plazo. De ahí que los indicadores que acostumbramos utilizar para medirla suelen relacionar cifras del activo corriente (recursos que son efectivo o que se convertirán en efectivo en el corto plazo), con datos del pasivo corriente (deudas que la empresa debe cancelar en un plazo no mayor a un año). Por ejemplo, el ratio de liquidez total (activo corriente / pasivo corriente), al mal traducido ratio de prueba «ácida» (que hace lo mismo pero sin considerar a los inventarios dentro del activo circulante), y a la liquidez absoluta (que solo considera como recurso disponible exclusivamente al efectivo). La lógica subyacente a estos cálculos es completamente válida.
Tenemos tantos recursos corrientes para hacer frente a determinado monto de deudas de corto plazo. Sin embargo, aquí aparece una primera limitación que muchas veces pasamos por alto: Tomamos todos estos datos de un informe completamente estático, que muestra cómo quedó la empresa a las doce de la noche del día de cierre (digamos, el balance general al 31 de diciembre). Esto supone dos premisas: primero, que el 100% de nuestros acreedores de corto plazo vendrán al día siguiente a cobrarnos todas las deudas que tenemos con ellos; y en segundo lugar, que la empresa no volverá a vender, comprar, cobrar, ni a realizar ninguna otra operación. Debemos saber leer e interpretar los cálculos que nosotros mismos hemos realizado. Así, por ejemplo, si el ratio de liquidez total arrojara como resultado 1.5, lo único válido que podemos decir es que, si la empresa no volviera a realizar ninguna otra operación, y si todos sus acreedores corrientes le exigieran en ese momento el pago total de sus deudas, la organización, dándose el tiempo necesario para vender todo el saldo que aún mantiene en inventarios y cobrar todas las cuentas a sus clientes, dispondría de 1.5 soles para cancelar cada sol de deuda de corto plazo. Lo cual, casi siempre, dista mucho de las contundentes conclusiones a las que solemos arribar a partir de ese simple y frío guarismo, y en virtud de las cuales muchas veces condenamos injustamente a la empresa y otras tantas la felicitamos, también erróneamente. Este es, pues, un primer mito.
Un tema adicional que muchas veces desvirtúa nuestras conclusiones, es la magnitud de la cifra. En mi experiencia, he escuchado en más de una oportunidad afirmar tajantemente que «si es mayor a 1, la empresa tiene capacidad de pago, y si es menor a 1, carece de dicha capacidad». Además de arrastrar las limitaciones ya señaladas en el párrafo precedente, esta sentencia parece prescindir de la realidad propia de cada empresa. No hace mucho, un grupo de mis alumnos del curso de “Análisis de Estados Financieros”, me llamó sumamente alarmado porque, al analizar la liquidez de una cadena de tiendas de autoservicios, se encontró con un ratio de liquidez total que estaba alrededor de 0.3. Más sorprendidos se quedaron aun cuando les pregunté irónicamente «¿Y por qué se preocupan?». Lo que pretendía con mi comentario era que se percataran de que precisamente por tratarse de una empresa de ese tipo, sabíamos perfectamente que al día siguiente de esa «fotografía», que es el balance general del cual provenían estas cifras, la empresa no solo iba a seguir vendiendo, sino que además iba a seguir haciéndolo al contado y que, por lo tanto, iba a seguir generando más y más liquidez, con lo cual hubiese resultado poco inteligente dejar demasiados recursos corrientes inutilizados en previsión de pagos que, sabíamos, no iban a ocurrir de inmediato, y menos aun en su totalidad.
En tercer lugar, muchos consideran que los «recortes» que se hacen en el activo corriente al pasar de un ratio a otro reflejan una saludable actitud de prudencia, al considerar escenarios cada vez más conservadores (recordemos que entre uno y otro indicador consideramos cada vez menos recursos disponibles, ya que la prueba «ácida» deja de considerar los inventarios y la liquidez absoluta prescinde además de las cuentas por cobrar), cuando lo que se intenta en realidad es medir cuán sensible es dicha capacidad de pago de corto plazo ante eventuales problemas en la gestión de las existencias y de la cobranza a los clientes. De ahí que lo recomendable sea cruzar estos resultados con los indicadores de gestión o rotación. Así, por ejemplo, si obtuviéramos un ratio de liquidez total de 1.8, una prueba ácida de 0.9 y una liquidez absoluta de 0.1, lo único que nos dicen estas cifras es que tal capacidad de pago de corto plazo se reduciría a la mitad si ella no dependiera de cuán rápido vendamos nuestros inventarios (lo cual podría estar anunciando un cierto riesgo en caso la rotación de inventarios fuese lenta), y que se reduciría a un escaso 5% de su nivel original si, además de ser lentos en el manejo de los inventarios, los plazos de crédito que otorgamos fueran muy amplios (y en este último sentido a veces se llega a una conclusión realmente suicida: «Recortemos los plazos de crédito», olvidando casi por completo que el crédito es una herramienta de ventas y que su reducción o , peor aún, su supresión, podría afectar muy seriamente nuestros niveles de ventas).
Es absolutamente indiscutible que la mejor herramienta para medir la capacidad de pago de corto plazo de la empresa la constituye el flujo de caja proyectado de corto plazo o «flujo de tesorería”, más que estos ratios a los que recurrimos a falta de información que permita realizar tal proyección de cobros y desembolsos. No obstante, ello no significa que los resultados a los que lleguemos con estos indicadores no sean válidos. Todo dependerá de cuán bien o mal los interpretemos. No olvidemos que, como toda herramienta, los ratios no son buenos ni malos en sí mismos, sino que su utilidad depende de cómo los utilicemos.